Hace
poco nos apuntamos a un taller en un centro de nuestra ciudad del que nunca
hasta el momento habíamos oído hablar. La directora del mismo nos lo pintó todo
de color de rosa y lo hizo bien: el día que formalizamos la matrícula salimos
todas de allí contentísimas, las unas disfrutando ya de las más altas
expectativas y la otra con cuatrocientos cincuenta euros más en el bolsillo... ¡Como para no sentirse en la gloria!
Tenía
que haber hecho caso a mi instinto. Me daba algo de mal rollo que la amable
señora me corrigiera cada vez que hablábamos de “escritura creativa”. Ella afirmaba
que el curso era de “creación literaria” (como si hubiera tanta diferencia) y a
mi me parecía absurdo ser tan inflexible y colocarle una etiqueta tan
pretenciosa. Pero nos dejamos llevar por la ilusión y las ganas de volver a
escribir y en dos semanas ya habíamos empezado.
Tengo
muchos recuerdos de ese curso, la mayoría de ellos tan surrealistas como una
película de Buñuel, pero hay algunos que se llevan la palma. El que voy a relatar tuvo lugar al mes
de comenzar a trabajar en nuestros relatos. La profesora seleccionó uno de los
escritos de Toñi para crear un “texto blanco” con el que trabajar en clase, por
supuesto sin revelar la autoría del mismo a los alumnos.
Nos repartió a todas el relato de mi amiga sin separación entre
párrafos y sin ningún tipo de signo de puntuación, y se suponía que debíamos
colocarlos entre todas hasta darle a la obra cierta consistencia. ¡Vaya caos!
Nuestras compañeras no debieron entender muy bien la finalidad del trabajo,
porque se dedicaron no sólo a poner puntos y comas, sino a cambiar la forma y
la esencia de cada frase e incluso a cuestionar lo que la autora quería decir. Mientras
hablaban, Teresa y yo mirábamos a Toñi de reojo, esperando que fuera a saltar
en cualquier momento. ¡Nadie la hubiera culpado! Pero nuestra común amiga
aguantó estoicamente el chaparrón. No sé si yo lo hubiera conseguido de estar
en su lugar.
Lo
peor, sin embargo, aún estaba por venir. El relato de Toñi empezaba de forma
evocadora y melancólica; los primeros párrafos te sumían en la añoranza de la
protagonista, y te llevaban a compartir sus emociones. Sin embargo (y ahí
reside la magia de ese cuento) lograba dar un giro inesperado al final, con un
pequeño toque pícaro, que hacía que, junto a la protagonista, dejaras de lado
la nostalgia para, a través de pensamientos más mundanos, despertar una sonrisa. Pues
bien, nuestras colegas no sólo no lo entendieron, sino que alguna de ellas
hasta llegó a escandalizarse. ¡Por favor, si sólo se trataba de una insinuación
y, además, tan bien hecha que en ningún caso podría resultar ofensiva. Por un
momento me pregunté si no nos habríamos metido en alguna secta extraña porque
me resultaba incongruente constatar que casi toda la clase se comportara de una
forma tan timorata y absurda.
Salimos
de clase indignadas, aunque el enfado tardó poco en convertirse en risa
mientras compartíamos un café (yo la Coca-cola de rigor) en nuestra cafetería
favorita. Dedicamos un buen rato a “despellejar” a nuestras colegas y decidimos
darles a todas una nueva oportunidad. Y es que las chicas y yo tenemos un
corazón de oro... ¡así nos van las cosas a las tres! Y ¡qué cosas!
Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé
a retirarla del blog.
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