Mis vecinos y
la gente de los comercios de la zona donde vivo me conoce por mi nombre, o al
menos lo hace una gran mayoría. El resto no sé qué apodo –piadoso o no- me
dará, pero seguro que se han fijado en mí. Imagino que para ellos seré “esa que
habla con su perro” o quizá “la que silba a los gorriones”, o puede que “la
chalada que canta por la calle”. Y
efectivamente, aunque no estoy chalada en absoluto (qué os iba a decir ¿no?) es
cierto que hablo con mi perro, les silbo a los pájaros y canto mientras camino.
¿Se
supone que ha de darme vergüenza? Yo creo que no, aunque al principio, es decir
cuando descubrí las primeras miradas intrigadas e intrigantes hacia mi persona,
me sentí cohibida. Y es que suelo tener mucho sentido del ridículo.
Permitidme
que os hable de Albert Ellis. Fue un psicoterapeuta cognitivo estadounidense
que desarrolló la terapia racional emotiva conductual (TREC). Llegó a ser considerado el segundo de los
psicoterapeutas más influyentes de la historia, por delante de Sigmund Freud, y
rompió por completo con el psicoanálisis. Para que sus clientes lograran vencer
el sentido del ridículo les hacía realizar “ejercicios de afrontamiento”. Uno
de ellos, era salir a la calle llevando a pasear a un plátano atado a una
correa. “The banana experience” fue una
técnica que este gran psicólogo utilizaba con sus discípulos, terapeutas en
formación, quienes debían pasear el plátano solos por la ciudad de Nueva York,
incluyendo lugares como el metro. Con esta técnica lo que se pretende es trabajar la vergüenza y la
ansiedad social.
Admiro
profundamente al Dr. Ellis, pero he de reconocer que yo utilizo otro medio para
conseguir ese mismo objetivo. Dicho medio tiene nombre y no es otro que: “Si no quieres arroz…”. Y aunque sé que
sabéis como acaba el refrán permitid que sea yo quien lo termine: “dos tazas”. Mi método (aún por patentar) se llama así porque me
fuerzo a realizar aquello que más miedo me da hacer o que me provoca sensación
de ridículo. Y cuanto más miedo da o más tonta me siento, más me empeño en hacerlo. Y funciona, vaya si funciona. La primera vez que noté que me
acechaban con curiosidad bajé la voz –no sé si dialogaba con mi mascota, piaba
o tarareaba alguna tonadilla–, pero a la segunda… (o quizá a la tercera, no soy
tan chula) la alcé un poco. Y seguí caminando con la cabeza alta. Y pasado un
tiempo dejé de prestar atención a aquellos que me miraban porque me importa un
bledo que lo hagan, ya ni me fijo en si soy observada o no porque me da lo
mismo. Y eso me hace profundamente feliz. He cambiado de actitud y me siento libre.
Así que si
venís por esta zona, ésta que yo llamo mi mundo azul porque está tan cerca del
mar que se funde con él… fijaos bien porque es probable que veáis a una mujer
que trina como las aves, tararea canciones o charla con su perrita. Seré yo, así que espero
un saludo cordial… ¡o un +1 en Google+!
Un beso más
grande para Clara, que me “presentó” a Albert Ellis y a quien también admiro.
Imágenes tomadas de la red. Si el autor lo solicita, procederé
a retirarlas del blog.
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