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miércoles, 25 de abril de 2018

La mejor comida para tomar en la playa

Mi cuento de ayer era breve, pero hoy os dejo esta anécdota infantil. Espero que os guste.



Hoy en día las excursiones escolares de algunos colegios son auténticos mini-viajes, y los críos se lo pasan de maravilla. Cuando yo era pequeña (allá en la prehistoria) a mis compañeras y a mí solían llevarnos a la Playa de Guardamar, que está aquí al lado. No creáis que me quejo del sitio, al contrario, esa playa era un lugar precioso donde disfrutar de un día lejos de las aburridas clases triscando a nuestras anchas pero ¿sabéis qué desmerecía la experiencia? La comida, siempre la dichosa comida.

Ya os conté hace tiempo alguna anécdota sobre la comida del colegio. En este caso no es sólo que estuviera mala, que lo estaba, sino que no era el tipo de tentempié que uno llevaría a la playa. ¿A que no sabéis que nos daban de comer las monjitas para alegrarnos el día de relax playero?  ¡Sopa! ¡¡Nos daban sopa!!
La preparaban allí mismo: se llevaban un perol, lo montaban sobre una fogata y allí entre dunas, como las tres brujas de Macbeth, Sor Sacramento y otras dos hermanas hervían el repulsivo brebaje en el caldero mientras conjuraban ominosas visiones de un futuro muy cercano: veían, estoy convencida, a veinte niñas deglutiendo sus horribles gachas.  
  
            Pero ni siquiera las brujas aciertan siempre en sus predicciones pues ni mi amiga Rosario ni yo bebimos jamás su mejunje. Supongo que lo habríamos hecho de no tener otras fuentes de “aprovisionamiento”, pues no nos apetecería pasar todo el día sin probar bocado, pero Rosario tenía un tío en Guardamar que tenía un bar muy cerca de la playa adonde nos llevaban de excursión. Con las monjas preparando la sopa no nos era difícil escaparnos a hacer una visita de cortesía al pariente de mi amiga… y a hincharnos de todas las cosas ricas que nos sacaban para picar.
Aquellos eran otros tiempos (¡qué vieja sueno a veces!) y a todos les resultaba gracioso que dos crías se escaparan para librarse de una sopa de puntitos grasienta y desaborida. ¡Se partían de risa mientras contábamos cómo nos habíamos librado de las monjas! Hoy en día, con toda la razón, nos habría caído la del pulpo.
            Aunque nos daba pena que el resto de nuestras compañeras tuviera que conformarse con tragar “aquello”, nuestra mayor preocupación era librarnos sin que nadie se enterara… y si lo conseguíamos atiborrándonos de jamón, tortillita de patata y mejillones, mejor que mejor.
Por fortuna, Sor Sacramento jamás se enteró de nuestras escapadas, que se repitieron de forma hábil y sistemática cada vez que nos encontrábamos ante el “planazo” de tener que deglutir sopa en la playa.




martes, 8 de marzo de 2016

Maya (y el complejo de Marty McFly)



            Hoy os traigo una anécdota de mi infancia que a mi aún me hace sonreír. Espero que también a vosotros os agrade.
Ya os conté en una ocasión que de pequeña tenía complejo de “Marty McFly”: era incapaz de rechazar un desafío, por muy estúpido que fuese o por muchas consecuencias negativas que tuviese. Esta historia habla de uno de esos retos imposibles de resistir.
Cuando tenía once años, emitían en la tele una serie de ciencia ficción que me gustaba muchísimo: Espacio 1999. Adoraba a todos los personajes de la Base Lunar Alfa: John Koenig, su valiente capitán; la inteligente doctora Helena Rusell y Alan (el intrépido piloto de las “Águilas”)… pero, sobre todo, me encantaba Maya, una preciosa “metamórfica” o “multiforme” que era capaz de transformarse prácticamente en cualquier forma de vida, podía convertirse en todo tipo de animal o hasta en un extraterrestre con forma de bicho. En infinidad de ocasiones era ella la que salvaba a todo el equipo recurriendo a sus “poderes”. Si a eso añadimos que enamoraba a Tony, jefe de seguridad de la base y guapete oficial del grupo, no os puede extrañar demasiado que fuese mi personaje favorito.
En clase todas mis compañeras sabían lo mucho que me gustaba  y una de ellas me propuso un reto: tenía que decirle a los profesores que me llamaba Maya. Como os he dicho, era incapaz de rechazar un desafío así que me faltó tiempo para aceptar, aún sabiendo que me iba a meter en un lío de los gordos.
Con quien menos problema tuve fue con Don Paco, el profesor de física. Me caía genial, quizá porque era tan cabezota como yo y puede que por ese mismo motivo yo le hiciera gracia. El caso es que cuando pasó lista y dijo mi nombre, yo le respondí: “No, no me llamo así, me llamo Maya”. Y él, sin levantar los ojos del papel, dijo: “Vale, Maya, sal a la pizarra”. Ni se inmutó. Eso le ganó mi respeto para siempre.
Con las demás profesoras no fue demasiado mal, logré terminar el día sin que me tiraran de clase, aunque supongo que algún negativo caería. Lo peor quedó para el final: Sor Sacramento. Aunque estaba muerta de miedo, no me eché atrás. Escuché cómo mencionaba mi nombre y respondí lo mismo que había estado haciendo toda la mañana, pero la monja se sulfuró y empezó a gritar: “¡¡No, tú te llamas Rosario!!”  Y yo, sacando fuerza no sé de dónde, le respondía: “¡¡No, Maya!!”
Estuvimos así (ella gritando “Rosario” y yo diciendo “Maya”) no recuerdo cuánto tiempo, hasta el final de la clase. Esta fue sin duda la única ocasión en mi vida en que le he faltado al respeto a un profesor (tirar la comida no cuenta, eso era cuestión de supervivencia) y no entiendo cómo me libré de una buena bronca. Supongo que, en parte, sería porque Sor Sacra se dio cuenta de que con su comportamiento tan absurdo se había puesto a la altura de una cría de once años. El caso es que salí indemne de todo el jaleo y ¡¡¡conseguí que mis compañeras me dejaran hacer el papel de Maya en nuestro juego del recreo!!!



Imágenes de la red. Las eliminaré del blog si el autor lo solicita.


viernes, 26 de febrero de 2016

Regalices (anécdota de mi infancia)


El otro día leí en el blog de Eva Figueroa (“Nariz de chocolate”) que le gustaban las regalices rojas y al dejarle mi comentario recordé una anécdota de cuando era pequeña.
Siempre me ha gustado las chuches y las regalices rojas eran mis favoritas, aunque también me encantaban las negras, las juanolas, unas pequeñitas que llamaban “hormiguitas”, los ositos, espirales y hasta la regaliz de palo (es decir, la raíz seca de la planta, que está buenísima).
Un día, no recuerdo el motivo aunque seguro que lo habría, mi madre me castigó sin tele y sin chuches. Lo primero no tenía más remedio que acatarlo pero lo segundo… en fin, sólo se es niño una vez. Convencí a Quique, mi hermano pequeño, de que saliera a comprarme todas las regalices rojas que le dieran con el dinero que tenía, no estaba segura de lo que iba a durar el castigo y quería tener algunas de reserva. Y mi hermanito, muy obediente, fue hasta el quiosco y me trajo a casa, de contrabando, doscientas regalices rojas (en sus cajas y todo, el quiosquero hizo su agosto aquel día).  No tuve que preocuparme ni de esconderlas, porque como soy así de bruta, me las llevé a mi cuarto y me las comí todas de una sentada, una tras otra, sin prisa pero sin pausa… y claro, me puse malísima. Mi madre no sabía lo que pasaba hasta que empecé a vomitar pedacitos rojos de la chuche sin digerir. Estuve así toda la tarde, y me acosté sin poder cenar, con el estómago totalmente estragado. Mi madre no me riñó ni un poquito, supongo que creyó que bastante escarmiento tenía con el mal rato que estaba pasando.
Bueno, pues ¿creéis que después de eso les cogí manía a las regalices? ¡¡¡Ni en broma!!! A los dos días (y no es una expresión, fue ese tiempo exacto que me llevó reponerme) ya estaba devorando con la avidez de siempre mi golosina favorita.
Quería haber comprado un buen montón de regalices para ilustrar esta entrada, pero conociéndome como me conozco, sé que no hubieran llegado a casa desde la tienda... ¡¡me las habría comido todas por el camino!!
Feliz viernes a todos, que tengáis un maravilloso fin de semana.

Fotografía de la red. La eliminaré del blog si el autor lo solicita.

viernes, 12 de febrero de 2016

"El farolillo rojo", una anécdota de mi infancia


En el colegio, las monjas me llamaban el “farolillo rojo” porque siempre me quedaba la última en el comedor. Nunca me sentó mal, sabía que el mote no tenía mala intención y las entendía: yo también me habría cansado tener que aguantar a alguien que jamás tenía ganas de comer. Al principio me daba algo de agobio ser la última, pero enseguida me di cuenta de que podía representar una ventaja pues las hermanas se hartaban de ver cómo mareaba la comida en el plato, se marchaban y yo podía deshacerme sin problemas de lo que no me gustaba.
Recuerdo un día que nos pusieron alubias. Ahora me encantan, pero de niña las odiaba, no podía tragarlas. Sor Rosario era una monjita muy mayor que nos cuidaba en comedor, y era una de las personas más buenas que he conocido en mi vida. La pobre me veía palidecer ante la comida y nunca sabía que hacer para aliviarme. Ese día en concreto, para animarme, me dijo que únicamente me iba a poner diez (¡¡¡DIEZ!!!) judías, y que no me obligaría a comer más.
No era un mal trato ¿verdad? Pues aún así se me cerraba el estómago ante la perspectiva de tener que lidiar con aquellas diez horribles alubias que en mi imaginación adquirían el tamaño de sandías. Les daba vueltas y vueltas con la cuchara, como si con ello pudiera conseguir que se disolvieran en el insípido caldo que las acompañaba.
Cuando me quedé a solas en el comedor ya tenía claro cómo librarme de ellas: ¡¡Las escondería entre la loza sucia que había amontonada en el carrito de la comida!!  Sin dudarlo, puse mi plato debajo de los de mis compañeras, apreté y… ¡¡¡todos los platos se partieron por la mitad!!! No exagero, se quebraron justo por el medio, que era donde estaban las alubias. Casi me da un ataque. Cogí los platos rotos, los dejé escondidos entre los demás y salí pitando del comedor.
Al día siguiente me encontré con Sor Rosario en el patio, pero la esquivé antes de que pudiera preguntarme si me habían gustado las alubias, aunque ahora que lo pienso podría haberle contado la verdad, o al menos parte de ella, sin arriesgarme a una reprimenda. Le podría haber dicho que las había “encontrado” bastante duras. 

Imagen de la red. La eliminaré del blog si el autor lo solicita.

jueves, 28 de enero de 2016

Lluvia de albóndigas


En el comedor de mi colegio había una ventana que daba a una pequeña zona vallada, a la que no teníamos acceso los alumnos, en la que siempre había dos perros que estaban gordísimos. Los pobres animalitos estaban encerrados en un espacio bastante pequeño aunque la falta de ejercicio no era el factor que más influía en su obesidad, qué va, es que se comían todo lo que mis compañeras y yo les arrojábamos a través de la cristalera.
Cuando la monja que nos vigilaba se volvía, era cuando comenzaba nuestro deporte favorito, el lanzamiento de albóndigas (o de filetes rusos,  dependiendo del día). Los proyectiles cárnicos, tan duros como balas, silbaban mientras recorrían de punta a punta la sala para llegar hasta las fauces de los orondos canes. No es de extrañar que, cuando nos veían a través de los pequeños huecos que había en la valla, nos movieran el rabo con desaforada alegría.
Un día pillaron a una de mis compañeras de comedor porque, en su precipitación por deshacerse de las albóndigas que le habían puesto, no se dio cuenta de que la ventana estaba cerrada y acabó estrellando sus “proyectiles” contra los cristales. Al parecer, las monjas se habían esmerado más de lo acostumbrado en la limpieza ese día. 
Todas las alumnas nos llevamos una buena reprimenda, sobre todo la pobrecita a la que cogieron con las manos en la masa. A partir de ese día, las hermanas controlaron un poco más esa zona del comedor, aunque los perros siguieron igual de “bien alimentados” pues, como niñas curiosas y traviesas que éramos, acabamos por encontrar un agujerito en la valla por donde seguir pasándoles comida de contrabando.

lunes, 11 de enero de 2016

Mosquito (una anécdota de mi infancia)

Mosquito - Anécdotas del cole

Mi segundo año (cursaba tercero de EGB) en el colegio de monjas del que siempre os hablo fue genial, porque hice una nueva amiga que me libró de muchos problemas y con la que compartí muchas experiencias.
Se llamaba Rosario, como yo, pero a parte de eso no nos parecíamos demasiado: ella era alta, fuerte, extrovertida y valiente, mientras que yo era pequeñita, “poca cosa”, tímida y asustadiza. Quizá por el hecho de ser así de diferentes nos llevábamos tan bien. Cuando nos veían juntas nuestras compañeras decían que parecíamos “el punto y la i”. Como en comparación con ella yo era tan chiquitita, Rosario me llamaba  “Mosquito”.
En el patio las niñas que iban a los cursos superiores hacían equipos y solían jugar con el balón a “matar”. Según los manuales éste es un “juego de tipo psicomotor y cognitivo que es útil para ejercitar la movilidad de todo el cuerpo y potenciar la cooperación”, pero en mi colegio sólo servía para que las mayores pegaran balonazos a las que consideraban más débiles e inofensivas, y yo era una de estas últimas.
Un día, a la hora del almuerzo, estaba paseando sin meterme con nadie cuando recibí un fuerte pelotazo en el costado. Fue tal la impresión que el bocadillo que me estaba comiendo se me cayó al suelo, y al volverme vi que un grupito de “mayores” se acercaba con ganas de bronca. Estaba muerta de miedo,  tanto que empecé a gritar: “¡¡Rosario, Rosario!!” Mi amiga surgió como de la nada, en dos saltos se plantó a mi lado y se lió a mamporros con mis agresoras mientras les decía entre dientes: “¡No molestéis a mi Mosquito!”
Me encantaba el apodo, a pesar de los años me sigue llenando de ternura recordarlo pues estaba puesto desde el cariño sincero. Para mí, ella era simplemente “Rosario”, sin diminutivos, un nombre tan grande como el de la persona que lo llevaba. Mi amiga y yo compartimos muchos buenos ratos, pero el de aquella mañana fue especial porque consolidó más aún nuestro cariño y, además, porque me convertí en intocable: ¡¡¡nunca se volvieron a meter conmigo en todos los años que pasé en el colegio!!!

Imágenes de la red. Procederé a eliminarlas del blog si el autor así lo solicita

jueves, 17 de diciembre de 2015

Una mini-súperheroína


A pesar de lo que pueda parecer por mis anécdotas, nunca fui una niña traviesa. ¡¡En serio!! Eso no quiere decir que, de tanto en tanto, no hiciera alguna de las mías. Os puedo asegurar dos cosas: una, que cuando hacía una travesura era sonada y otra, que nunca, nunca me pillaron… por fortuna.
Recuerdo un mediodía de otoño (quizá fuese de primavera, pero es que cuando estaba en el comedor el mundo me parecía tan gris). Mis amigas y yo estábamos acabando la comida, que era tan detestable como de costumbre. El día había sido malísimo, y para colmo teníamos un examen de matemáticas a primera hora de la tarde. Lo único que nos faltaba para terminar de amargarnos era saber que había naranjas de postre.
Las naranjas me gustan, pero de niña las detestaba porque una vez Sor Sacramento me obligó a comerme una que tenía “bicho”, así que en cuanto las veía me entraban sudores fríos. Tampoco a mis amigas les gustaban y yo me ofrecí a deshacerme de los postres por ellas.
Me fui a los aseos, pero como los de las alumnas estaban muy vigilados opté por una opción más segura: dirigirme a los baños de las monjas (que, por supuesto, no debíamos utilizar jamás, ¡ay, qué risa!) y esconder allí el cuerpo del delito. El problema era dónde dejar las tres naranjas que llevaba camufladas en el “baby”. No se me ocurrió nada mejor que meterlas en la cisterna y abandonar el escenario del crimen con toda la naturalidad del mundo.
Cuando ya estábamos recogiendo nuestras servilletas y nos disponíamos a abandonar el comedor, escuchamos un aullido que provenía del pasillo y que iba creciendo en intensidad a medida que se acercaba a nosotras.
¡¿Quién ha sido?! ¡¿Quién ha sido?! – vociferaba Sor Sacramento. Al parecer la cisterna del baño de las monjas se había atascado y había agua por todas partes – Os quedaréis aquí encerradas hasta que aparezca la culpable.
Pero nadie dijo nada pues nadie me había visto. Tampoco mis amigas me delataron y yo,  que no quería meterme en líos, mantuve la boca bien  cerrada y puse carita de sorpresa y pasmo, como el resto de mis compañeras. Estuvimos toda la tarde encerradas en el comedor, aguantando las imprecaciones de Sor Sacra y su enfado. ¿Sabéis que fue lo más difícil? Disimular y poner expresión de fastidio cuando, en realidad, estaba más que feliz porque ¡nos perdimos el examen de matemáticas!
 Al día siguiente le contamos al resto de la clase lo que había sucedido en realidad…y así fue como me convertí en la heroína oficial de 6ºA.
 
Imagen de la red. Procederé a eliminarla del blog si el autor de la misma lo solicita
 

jueves, 10 de diciembre de 2015

La Mano Fantasma (microrrelato)



Otra de las “leyendas urbanas” de mi colegio es la de la mano fantasma y está relacionada con la que os conté del prisionero de guerra encerrado en los sótanos del teatro, historia que fue pasando de curso en curso, y deformándose con el tiempo y la imaginación de las niñas. Un par de años después de lo que narré en mi anterior relato, aún se escuchaba hablar de él.
Según los rumores, las monjas le daban al pobre hombre la posibilidad de entretenerse un poco durante el tiempo que pasaba en su prisión dejándole tocar un instrumento musical, nada menos que un tambor. Se ve que no eran sádicas del todo, mira tú por dónde. Algunas de mis compañeras, las más morbosas, decían que en realidad quien tocaba ese tambor no era el prisionero sino su mano, “la mano fantasma” (el motivo por el que se la habrían cortado lo desconozco) que deambulaba cubierta de sangre por los subterráneos y entre bastidores y que, de tanto en tanto, se asomaba por una trampilla que había en mitad del escenario.
No sé si os he contado que era en el teatro donde hacíamos deporte en invierno. La profesora, Marieli, solía usar un tamborcito para marcar los tiempos en los ejercicios de gimnasia rítmica. Un día, unas compañeras empezaron a decir que cuando Marieli paraba de tocar, seguía escuchándose como un eco: ¡Era la mano, que se acercaba! (nunca nos planteamos cómo hacía para sujetar tambor y baqueta, cosas de críos). El rumor se extendió como la pólvora y en un tris toda la clase estaba hablando de lo mismo, y lanzando miraditas al escotillón. Cuando ya estábamos más que asustadas, a alguien se le ocurrió gritar: “¡La trampilla se abre, la trampilla se abre! ¡¡¡Es la mano!!!” Y ahí fue cuando se complicó la cosa, porque todas empezamos a vociferar y a correr en tropel hacia la salida.
La bronca fue memorable, lo que pasa es que nadie supo decir quién había gritado primero, así que todo se quedó una regañina colectiva y no hubo repercusiones individuales. Un alivio, porque… ¿adivináis de quién fue el grito?

viernes, 27 de noviembre de 2015

El prisionero de guerra


Nunca fui una niña traviesa, y menos aún en el colegio porque había algunas monjas que me daban auténtico pavor, pero tuve mis momentos y uno de ellos es el que os voy a contar.
            Una mañana, Sor Sacramento nos expulsó de clase a mí y a mis amigas Mati y Edel porque nos sorprendió hablando. Nos dijo que fuésemos a buscar a Sor Carmen y que nos quedásemos con ella hasta terminar el castigo, pero cuando llegamos a la portería, la monjita que era ya muy mayor estaba profundamente dormida en su silla, y nosotras nos tomamos aquello como un mensaje de la providencia: ¡nada de castigos, éramos libres!
            Edel me desafió entonces a coger las llaves que la monja llevaba atadas al cinto de su hábito y yo, que siempre he sido como Marty McFly (el de “Regreso al futuro”, que es incapaz de dejar que le llamen gallina) acepté el reto. Además, se apostó veinticinco pesetas, toda una pasta… no lo pude resistir. Gané, por supuesto, Sor Carmen siguió roncando tranquilamente y nosotras nos fuimos al patio con las llaves, ahora nos quedaba decidir qué hacer con ellas. La respuesta era más que obvia para tres crías inquietas: abrir la puerta del teatro.
            En el colegio corrían rumores, “leyendas urbanas”. Una de ellas decía que en los sótanos las monjas ocultaban a un “prisionero de guerra”, al que llevaban alimentos a diario. Muchas de mis compañeras juraban haber oído voces que salían de los pasillos subterráneos; otras afirmaban que a veces se escuchaban lamentos. Aunque me lo creía todo a pies juntillas, sentía la imperiosa necesidad de investigar y la suerte nos había servido en bandeja la posibilidad de hacerlo.
            Una luz mortecina iluminaba el teatro cuando nos adentramos en él. Pasamos por detrás del escenario y vimos las viejas piezas de utilería y las escalas de cuerda desgastadas por el tiempo; luego descendimos unas escaleras y nos internamos en los pasillos.  Caminábamos despacito, conteniendo el aliento, atentas a cualquier ruido.
            Abrimos varias puertas que conducían a habitaciones en las que las monjas amontonaban sin orden ni concierto los artículos más diversos, desde pupitres desgastados por el uso hasta aros y pelotas que se utilizaban durante las clases de gimnasia. Nada del otro mundo. Ya sólo nos quedaba registrar la habitación que había al fondo del corredor.
            Esta puerta estaba cerrada con llave y no pudimos abrirla. Estábamos forcejeando con la cerradura cuando oímos un sonido que provenía del otro lado. Era como si alguien (o “algo”) se estuviera arrastrando hacia nosotras. Nos quedamos inmóviles un par de segundos y luego comenzamos a gritar mientras corríamos hacia la salida. Cuando la alcanzamos, sudorosas e histéricas, nos dimos de bruces con Sor Carmen, que al parecer tenía el sueño más ligero de lo que intuíamos.
            Nos quedamos castigadas toda la mañana en una de las clases, bajo estricta vigilancia. Recuerdo que estaba sentada junto a la ventana de modo que podía observar el patio. Puede que siguiera asustada o que mi imaginación se desbordara de nuevo, pero puedo jurar que ví a una de las monjas abrir la puerta del teatro. Llevaba en sus manos una bandeja llena de comida.


 
Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé a retirarla del blog.

sábado, 14 de noviembre de 2015

El niño más gafe del mundo


Se llamaba Mario, aunque sus compañeros de clase solían llamarle por su apellido, Escolano, y así nos referíamos a él también en casa. Era el mejor amigo de mi hermano pequeño y, cuando le conocí, tenía once años y yo dieciséis. Era el niño más gafe del mundo, siempre metido en líos, aunque se los tomaba con buen humor porque su carácter era afable y tenía un gran corazón.
            Recuerdo uno de sus días más ominosos (al menos de los que compartió conmigo). Estábamos en el jardín de mi antigua casa, celebrando una reunión familiar y allí comenzaron sus desgracias. Para empezar, se cayó de la bici. Eso puede pasarle a cualquiera, sí, pero no una, y otra, y otra, y otra vez. Al final perdimos la cuenta y aconsejamos al muchachito que lo dejara estar. Lo malo fue que, cuando decidió bajarse del vehículo lo hizo por mal sitio, se le enredaron los pies en una manguera y se dio de bruces contra el suelo partiéndose las gafas. ¡Pobrecillo! ¡Estaba tan triste! Daba penita verle, tan descoordinado y patoso.
            Mis hermanos y yo tratamos de animarle, y le propusimos dar un paseo (¡¡¡a pie, por supuesto!!!). Fuimos hasta una pinada cercana en la que solíamos jugar y allí, Escolano encontró una lata de laca en spray aparentemente vacía. Digo aparentemente porque pronto nos dimos cuenta de que no lo estaba ya que Mario la dirigió hacia sus ojos y apretó la válvula. No pude alcanzarle a tiempo para impedir el desastre.
            Le vaciamos sobre el rostro el contenido de las dos cantimploras que llevábamos con nosotros, pero el resultado no fue demasiado alentador así que decidimos regresar. Sin embargo nuestros problemas (bueno, los de nuestro amigo) no habían terminado todavía: sin darse cuenta, pateó una lata que resultó ser un nido de avispas. Cuando llegamos a casa, el pobre tenía los ojos inyectados en sangre y lágrimas, estaba empapado y, además, cubierto de picotazos de arriba abajo.
            Muchos años después de esta aventura, me encontré con Escolano cuando iba a mi academia de inglés. Estaba a punto de cruzar la calle para saludarle cuando le ví tropezar y caer. No pude contener la risa, salió sola, a borbotones. Él no me vio y, como me era imposible dejar de reírme, decidí alejarme a toda prisa del muchacho más gafe del mundo.

Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé a retirarla del blog.

 

viernes, 6 de noviembre de 2015

Por culpa de Oscar Wilde



Esta historia comienza una tarde nublada de invierno, cuando iba a 7º de EGB. Estaba castigada  (como siempre, sin razón) a quedarme después de clase y mis amigas, Mari Ángeles, Mati y Edel estaban conmigo… (qué sospechoso suena ahora que lo escribo). Salimos a las siete y media y nos dirigimos a nuestra habitual parada de autobús, pero el tráfico estaba bloqueado debido a un accidente y tuvimos que desviarnos.
Cuando llegamos a la parada más próxima a la nuestra, vimos que bajo la marquesina había un viejecito esperando. Nos fijamos en él porque nos fastidió no poder comernos nuestros respectivos paquetes de pipas cómodamente sentadas.  Recuerdo su rostro, las arrugas que surgían por debajo de las gafas y su extraña sonrisa. También me acuerdo de que llevaba un abrigo negro, pantalones grises y una bufanda amarilla que parecía desentonar con el aire apático del anciano. No sé el motivo, pero me dio un poco de miedo, aunque se me pasó enseguida porque llegó nuestro trasporte y mis amigas y yo nos fuimos hacia la parte de atrás para seguir charlando.
Al día siguiente, tras las clases, decidimos caminar un ratito más y coger el bus en el mismo lugar que la tarde anterior. Al llegar encontramos a un joven esperando. Llevaba un abrigo negro, pantalones color gris y bufanda amarilla. Creí reconocer sus ojos a través de las gafas, aunque no estaban cercados de arrugas. Y su sonrisa, ¿por qué me resultaba tan familiar? Entonces me acordé del anciano que habíamos visto el día anterior y una extraña idea empezó a tomar forma en mi cabecita loca.
Había leído “El retrato de Dorian Gray” dos semanas antes, y siempre he tenido mucha imaginación…  ¿Podéis adivinar lo que pensé? ¡¡Exacto!! ¡Estaba ante la misma persona, solo que ahora era más joven, mucho más joven que el día anterior! ¡¡¡Tenía un pacto con el Maligno!!! Conté atropelladamente estas sospechas a mis amigas, que eran tan sugestionables como yo. Nos apartamos unos pasos, observamos con atención a aquél hombre, nos miramos entre nosotras… y salimos corriendo hacia el colegio, hechas un mar de lágrimas y pegando gritos. 
Tocamos el timbre y nos abrió Sor Sacramento que, después de calmarnos escuchó atentamente nuestra historia. Se le iba hinchando la vena de la frente a medida que relataba nuestra traumática experiencia, incluyendo la lectura del libro de Mr. Wilde. Cuando acabé, la monja nos regañó (una bronca de cuello vuelto, en serio), nos llamó niñas estúpidas y, casi a empujones, nos sacó del colegio. Oímos como cerraba la puerta con llave.
Algo más calmadas, aunque no mucho, mis amigas y yo empezamos a caminar. Sin decir palabra optamos por la parada más lejana a la que acabábamos de dejar atrás.

Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé a retirarla del blog.

jueves, 29 de octubre de 2015

Rothenburg-ob-der-Tauber, una celebración de los sentidos


Visité Rothemburgo hace muchos años, durante un viaje que hice por Alemania y la Selva negra con un grupo excursionista. Esta preciosa ciudad está situada entre Nuremberg y Heidelberg, y su nombre significa “fortaleza roja sobre el río Tauber”. Me gustó muchísimo, fue amor a primera vista.

Lo primero que atrajo mi atención fueron las calles pavimentadas con piedras que, como el camino amarillo que llevaba a Oz, parecían conducir hasta un mágico mundo de cuento de hadas. Podías ver en ellas a los artistas en sus pequeños teatros de marionetas distrayendo a los niños que, sentados en corro, reían y aplaudían con júbilo.
Había infinidad de tiendas de juguetes, ante cuyos escaparates se paraban tanto chicos como mayores. En ellos descubrí las más bellas muñecas de porcelana vestidas con trajes de época y también sorprendentes juguetes de cuerda hechos en madera que harían las delicias del niño más exigente; las marionetas llenaban estantes enteros… daba la impresión de que allí podrías encontrar cualquier cosa que te pidiera la imaginación. Por un instante esperé ver aparecer a Gepetto acompañado de su pequeño Pinocchio hablando con los clientes, o a la pequeña Caperucita roja, cogida de la mano de su abuelita, en busca de una nueva muñeca.
Y las casas también eran de cuento. Algunas parecían estar hechas de chocolate, galletas y dulces, como la de Hansel y Gretel. Los muros eran de un suave naranja, beis o rosa pálido, y los tejados, rojos y verdes. Había flores por todas partes,  cada balcón era un estallido de púrpura, granate y oro. Hasta los escaparates de las farmacias eran originales, con sus decoraciones en oro y sus carteles grabados en madera
Se respiraba paz en cada rincón. En algunas callejuelas lo único que se escuchaba era el susurro plateado de las fuentes o la campana de la torre del reloj anunciando el final del día. El perfume del aire fresco se mezclaba con la fragancia del pan recién hecho. La comida también resultó deliciosa: probé el chucrut por primera vez y me encantó, y también  las patatas con crema, queso y beicon cocinadas en la chimenea… y salchichas con toneladas de mostaza. ¡Qué ricas estaban, junto a una cerveza bien fresquita servida en una jarra helada!
De noche, mientras caminábamos por unos jardines, pudimos oír una serenata. Escondido en las sombras, un músico callejero tocaba su violín. Fue muy romántico, recuerdo que pensé que era el final perfecto para una jornada perfecta, un día consagrado a la exaltación de los sentidos en un pueblo que podría fácilmente ser descrito en uno de los de los cuentos de los Hermanos Grimm.





Imágenes tomadas de la red. Si el autor lo solicita, procederé a retirarlas del blog.
 

martes, 20 de octubre de 2015

El día que el diablo casi sonrió


Solían decir que el diablo no se reía nunca y era cierto: Sor Sacramento, también conocida como “el diablo”, jamás sonreía. Quizá no pudiera o no supiera, o quizá simplemente es que se complacía en ofrecer a sus pupilas ese eterno gesto de desagrado que tanto nos atemorizaba. Sin embargo en una ocasión estuvo a punto de hacerlo, y es en ese instante (o un pelín antes, para ser precisos) cuando comienza mi historia.
 
La comida en el colegio era terrible. Durante los años que permanecí en él me convertí en una experta en el arte de camuflarla y deshacerme de ella. Una auténtica Houdini. Las monjas no me cogieron ni una sola vez, pero sabía que Sor Sacramento empezaba a sospechar, pues la había sorprendido vigilándome en más de una ocasión.
Ese día estaba tratando de librarme de una patata cocida que estaba más repugnante de lo habitual. Quise tirarla por una de las ventanas que daban al patio, pero había amanecido ventoso y las cristaleras estaban cerradas a cal y canto, así que escondí la patata en el bolsillo de mi “baby” y , dado que los baños y las papeleras estaban muy controlados, decidí enterrarla. ¡¿Qué queréis?! Tenía sólo once añitos y estaba nerviosa, cansada y muy hambrienta… así que no se me ocurrió nada mejor.
Sabía que había un trocito de patio sin pavimentar situado en una de las esquinas y no solía estar vigilado, así que me dirigí hacia allí con todo el disimulo del que fui capaz. En cuanto me aseguré de que nadie  me observaba cogí una piedra, me arrodillé y comencé a cavar pero al poco escuché un ruido tras de mí, un suave frufrú y el eco de un carraspeo, y me volví conteniendo el aliento: Sor Sacramento me miraba con el ceño fruncido y los ojos muy, muy abiertos.
¡Casi me desmayo! Esperaba la reprimenda más sonora de mi vida  pero no me dijo nada. ¡Nada! Sus ojos iban de mi cara a la piedra, de la piedra a la patata y vuelta a empezar. Y entonces lo vi: noté una mueca curiosa en la comisura de sus labios, un leve rictus, un gesto que resultaba innatural en su rostro severo. Si, estaba sonriendo, sólo un poquito, apenas nada… Se dio la vuelta sin pronunciar palabra y me dejó sola.
            Cuando les conté esta historia a mis amigas no me creyeron, dijeron que era imposible y que era una trolera. No pude convencerlas de que les contaba la verdad. Y la verdad no era otra que, ese día, el diablo casi sonrió.


Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé a retirarla del blog.

martes, 13 de octubre de 2015

Histeria colectiva


            Cuando tenía veintipocos (que tiempos aquellos) participé en un episodio de histeria colectiva. Ahora lo recuerdo con una sonrisa, pero en aquel momento fue una experiencia difícil.
Estaba pasando una temporada en Francia con un grupo de amigas, pues habíamos obtenido una beca de estudios en la Universidad del Franco Condado, Besançon. Una tarde salimos a comprar a unos grandes almacenes y hubo un momento en que nos separamos. Cuando nos encontramos a la hora prevista ante las cajas para pagar la compra e irnos a casa nos dimos cuenta que faltaba una de las integrantes del grupo y era muy extraño porque todas sus cosas, el abrigo y el bolso, estaban en uno de los carritos.
            Empezamos a inquietarnos, nos dividimos y la buscamos por el supermercado, pero cuando nos volvimos a reunir nadie había dado con ella. Todas nos alteramos muchísimo, algunas más que otras, y entonces empezó la histeria. ¡Había desaparecido y era IMPOSIBLE que estuviese fuera pues hacía muchísimo frío, y no podía haber regresado a casa porque estábamos donde Cristo perdió el zapato y, ni llevaba dinero, ni bonobús, ni bolso ni nada… y en aquellos tiempos no teníamos móviles!
            A partir de ahí todo fue degenerando: SEGURO que la habían secuestrado, ella era una persona formal, si hubiera tenido que irse nos lo habría dicho; además, atraía bastante la atención de los chicos, así que era lógico y razonable que alguien la hubiese raptado. Y claro, lo más probable es que se la hubiera llevado a las cámaras frigoríficas, donde sin duda la encontraríamos, descuartizada.
En ese momento ya llorábamos todas. Estábamos tan convencidas y seguras de que algo terrible había sucedido que llamamos a los guardias de seguridad del centro y les exigimos que la buscaran… incluso en las cámaras frigoríficas. ¡¡¡Y lo hicieron!!! O bien nos creyeron entonces o bien se sumaron al ataque de histeria, aunque en el fondo lo que me parece es que no querían enfrentarse a seis españolas chifladas capaces de organizar un incidente diplomático. Así pues volvimos a dividirnos en grupos: unas, acompañaron a los guardas a recorrer el centro y visitar las cámaras; otras, fueron a llamar por teléfono de nuevo a la residencia donde vivíamos, por si acaso la habían visto llegar; otra amiga y yo nos dirigimos a la central de policía más cercana. Acabábamos de  llegar cuando avisaron de que la habían localizado: se había ido al cine con unos amigos que se había encontrado en el centro comercial.
            Los polis nos miraban con una mezcla de pena, enfado y sorna, y nos pidieron con frialdad que no se volviera a repetir semejante episodio. Ninguna sabía bien cómo reaccionar: por un lado estábamos felices de que nuestra amiga estuviera a salvo, pero por otro nos fastidiaba la preocupación y el ridículo que su desconsideración nos había hecho pasar.
Volvimos a la residencia muertas de vergüenza. Ella tardó mucho en regresar, supongo que estaría esperando a que se nos pasara el cabreo. Mientras, el resto de mis amigas y yo, como venganza, no le dejamos nada para cenar. Mejor pasar un poco de hambre que acabar descuartizada en una cámara frigorífica, ¿no?



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sábado, 5 de septiembre de 2015

Perlas de sabiduría

     Hoy no estoy muy inspirada, así que he decidido rescatar una pequeña anécdota que tuvo lugar hace ya un tiempo, cuando mi sobrina tenía seis años (ahora ya tiene catorce... ¡qué vieja me siento!).
Paula siempre ha sido despierta y curiosa, en esta ocasión que relato me dejó tan sorprendida que, en cuanto llegué a casa, me apresuré a anotar todo lo que me había dicho, con sus mismas palabras. Esto es lo que pasó...

        Esta tarde, soleada y tranquila, mi sobrina Paula y yo hemos dado un largo paseo por el parque con nuestra perrita. La pequeña estaba muy meditativa, más que de costumbre, y de pronto me ha soltado:
        “En este mundo todo tiene fin, hasta la vida, menos los números. Mira -dijo señalando descaradamente a un cincuentón con gafas- ese señor algún día se morirá y ya, pero los números no acaban nunca, porque puedes ir sumando: mas uno, mas uno, mas uno... así hasta el infinito –razonó, mientras hacía con sus manos un gesto de querer abarcarlo todo.
        Y luego, para mi consternación,  mirándome muy seria con esos preciosos ojos tan expresivos me ha preguntado: “Dime ¿quién inventó los números?”
        Aún estoy intentando encontrar la respuesta.

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