Hoy en día las
excursiones escolares de algunos colegios son auténticos mini-viajes, y los
críos se lo pasan de maravilla. Cuando yo era pequeña (allá en la prehistoria)
a mis compañeras y a mí solían llevarnos a la Playa de Guardamar, que está aquí
al lado. No creáis que me quejo del sitio, al contrario, esa playa era un lugar
precioso donde disfrutar de un día lejos de las aburridas clases triscando a
nuestras anchas pero ¿sabéis qué desmerecía la experiencia? La comida, siempre
la dichosa comida.

La preparaban
allí mismo: se llevaban un perol, lo montaban sobre una fogata y allí entre
dunas, como las tres brujas de Macbeth, Sor Sacramento y otras dos hermanas hervían
el repulsivo brebaje en el caldero mientras conjuraban ominosas visiones de un
futuro muy cercano: veían, estoy convencida, a veinte niñas deglutiendo sus
horribles gachas.
Pero
ni siquiera las brujas aciertan siempre en sus predicciones pues ni mi amiga
Rosario ni yo bebimos jamás su mejunje. Supongo que lo habríamos hecho de no
tener otras fuentes de “aprovisionamiento”, pues no nos apetecería pasar todo
el día sin probar bocado, pero Rosario tenía un tío en Guardamar que tenía un
bar muy cerca de la playa adonde nos llevaban de excursión. Con las monjas
preparando la sopa no nos era difícil escaparnos a hacer una visita de cortesía
al pariente de mi amiga… y a hincharnos de todas las cosas ricas que nos
sacaban para picar.
Aquellos eran
otros tiempos (¡qué vieja sueno a veces!) y a todos les resultaba gracioso que
dos crías se escaparan para librarse de una sopa de puntitos grasienta y
desaborida. ¡Se partían de risa mientras contábamos cómo nos habíamos librado
de las monjas! Hoy en día, con toda la razón, nos habría caído la del pulpo.
Aunque
nos daba pena que el resto de nuestras compañeras tuviera que conformarse con
tragar “aquello”, nuestra mayor preocupación era librarnos sin que nadie se
enterara… y si lo conseguíamos atiborrándonos de jamón, tortillita de patata y
mejillones, mejor que mejor.
Por fortuna,
Sor Sacramento jamás se enteró de nuestras escapadas, que se repitieron de
forma hábil y sistemática cada vez que nos encontrábamos ante el “planazo” de
tener que deglutir sopa en la playa.