A pesar de la lluvia, mis gorriones se han acercado a exigir su ración diaria de pan. No pensaba que fueran a aparecer, con la que ha caído, pero en cuanto ha escampado les he oído piar. ¡Son tan graciosos, tan vivaces! Ellos, como Fibi, son mis “mascotas”, aunque vivan en libertad (como debe ser) y alegran mi existencia.
Lo primero que hago cada mañana es desmigar el pan para ellos. Tengo medio cajón del congelador repleto de trozos de barras que me regala la dueña de Panishop para mis “pajaritos” o que les compro en Mercadona. Luego salgo a la terraza, silbo… y les veo salir de todas partes: de los otros balcones, de las palmeras cercanas, de la azotea de mi edificio… y se colocan estratégicamente sobre los toldos esperando que deje mi regalo para ellos.
Es una delicia verlos, sobre todo cuando las madres (o los padres también) llevan a las crías y les dan de comer allí mismo, delante de mi. Los pollitos montan un buen jaleo hasta que se alimentan, y se dedican a perseguir a los progenitores, saltando con las puntas de las alas hacia abajo, reclamando su comida.
Yo no sé nada de pájaros ni pretendo aprender a estas alturas de mi vida, pero eso no me impide observarlos y escuchar sus trinos y disfrutar de ellos. Algunos de ellos tienen ya tanta confianza que se acercan mientras les pongo el pan, aunque la mayoría espera discretamente a que retroceda un par de pasos antes de lanzarse sobre su almuerzo.
Fibi al principio los ahuyentaba, pero después de mi tercer enfado entendió que tenía que dejarlos tranquilos, y ahora comparten terraza: ellos comen tranquilos a medio metro del morro de mi perrita que toma el sol. Todo un espectáculo.
Estas fotos las he hecho esta mañana a las ocho. No es una aurora boreal, pero desde luego es un magnífico panorama.
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