¡Qué cosas! (segunda parte)
Hoy me duele la mano, vaya asco. Desde
que me la rompí se ha vuelto sensible a los cambios climáticos. Cuando me
molesta tanto no puedo evitar recordar mi accidente, ni tampoco los días
que pasé en rehabilitación ni las circunstancias tan tristes que atravesé.
Pero, desde luego, lo que me resulta imposible de olvidar son los momentos
compartidos con mis amigas y las pequeñas aventuras que vivimos. Esas anécdotas
tienen la virtud de silenciar los malos momentos, relegándolos al olvido, y
también me hacen reír. Es inevitable cuando recuerdo nuestras peripecias,
nuestros “pequeños momentos de gloria”, como el que relato a continuación, que tantas veces hicieron exclamar a
Toñi: "¡Qué cosas!"
Despistes varios y muchas risas
Llevar
el brazo en cabestrillo tiene sus ventajas. Pocas, pero las tiene. Al menos te
ceden el sitio en el tranvía y eso es un plus. O un lujo. O una puñetera
suerte, porque dada la educación que se gastan los jóvenes de hoy (habló la
abuela cebolleta) una no sabe nunca con lo que va a encontrarse. Pero para ser
justos he de decir que esta vez el joven en cuestión (uno de estos que van tan
llenos de piercings que parecen cremalleras humanas) se levantó para dejarme su
plaza nada más verme subir al vagón. Tenía que realizar unas gestiones en la caja de ahorros, una labor tan tediosa que me veía incapaz de
realizar sola, así que acudimos en masa: yo con mi DNI y Toñi y Teresa con su
buena voluntad.
Mientras
me acomodaba, mis amigas se dedicaban a explicarme -haciendo piruetas para mantener el equilibrio- cómo se
recargaba el bonobus en la máquina expendedora que teníamos enfrente. Toñi sabía cómo manejar la
dichosa maquinita; no era la primera vez
que la usaba, pero su mano derecha aún no estaba en plenitud de facultades.
Ella fue la primera del grupo que se rompió la muñeca, a causa de un resbalón, mientras se ocupaba de atender a su
nieto Dani. Pasó unos meses terribles y cuando yo tuve el accidente ella aún estaba en rehabilitación.
Como
Teresa era la que estaba menos impedida, o mejor dicho, la única que no lo
estaba, fue la encargada de introducir los billetes mientras Toñi continuaba
con las explicaciones y se aseguraban ambas de que todo salía a pedir de boca.
Y así hubiera sido si, para empezar, nos hubiéramos metido en el
tranvía correcto.
Yo
estaba muy cansada y dolorida y mis amigas, incómodas. Tere fue la primera en
preguntar: ¿cuántas paradas faltan? Ese fue el momento en que levanté la vista
para fijarme en el paisaje, primero con cierta desidia, luego con curiosidad,
como si en ese momento despertara de un profundo letargo (en plan Bella
Durmiente Manca). ¿Acaso nos habíamos pasado la parada? ¡Qué va! Simplemente
habíamos cogido el tranvía equivocado, con las puñeteras prisas, sin darnos
cuenta de que nos íbamos directas a Campello.
No hizo falta casi hablar para que las tres empezásemos a reírnos de
nuestro despiste a mandíbula batiente, ante el asombro de nuestros compañeros
de tren.
Estuvimos
carcajeándonos todo el viaje, hasta la última parada en que descendimos y
decidimos tomarnos un merecido cafetito (yo, mi Coca-Cola light de rigor).
Seguimos riendo en la cafetería... y la sonrisa sigue asomando a mis labios
ahora, a pesar del tiempo transcurrido.
Un instante divertido, compartido con las mejores amigas. Su compañía fue capaz
de transformar lo que podía haber sido un momento triste o simplemente anodino
en una historia que aún es capaz de hacerme sonreír.
Imagen tomada de la red. Si el autor lo solicita, procederé
a retirarla del blog.
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